La mayoría elige creer lo que demás quieren creer y no la verdad

Hoy traigo otro trozo de la obra de Pío Baroja "El árbol de la ciencia". Un relato basado en la vida del autor, que nos recuerda cómo suele decidir el pueblo, un hecho narrado desde la decisión entre Barrabás y Jesús ante Poncio Pilato en la Biblia, o el relato de Mark Twain en Huckleberry Flinn en la muerte de el bravucón Boggs y el deseo de linchar al coronel Sherburn, pues aquí les dejo la versión española, que en realidad esto sucede igual en todo el mundo y así a sido siempre.

Capítulo IX.- La mujer del tío Garrota

Una noche de invierno, un chico fue a llamar a Andrés; una mujer había caído a la calle y estaba muriéndose.

Hurtado se embozó en la capa, y de prisa, acompañado del chico, llegó a una calle extraviada, cerca de una posada de arrieros que se llamaba el Parador de la Cruz.

Se encontró con una mujer privada de sentido, y asistida por unos cuantos vecinos que formaban un grupo alrededor de ella.

Era la mujer de un prendero llamado el tío Garrota; tenía la cabeza bañada en sangre y había perdido el conocimiento.

Andrés hizo que llevaran a la mujer a la tienda y que trajeran una luz; tenía la vieja una conmoción cerebral.

Hurtado le hizo una sangría en el brazo. Al principio la sangre negra, coagulada, no salía de la vena abierta; luego comenzó a brotar despacio; después más regularmente, y la mujer respiró con relativa facilidad.

En este momento llegó el juez con el actuario y dos guardias, y fue interrogando, primero a los vecinos y después a Hurtado.

—¿Cómo se encuentra esta mujer? —le dijo.

—Muy mal.

—¿Se podrá interrogarla?

—Por ahora, no; veremos si recobra el conocimiento.

—Si lo recobra avíseme usted en seguida. Voy a ver el sitio por donde se ha tirado y a interrogar al marido.

La tienda era una prendería repleta de trastos viejos que había por todos los rincones y colgaban del techo; las paredes estaban atestadas de fusiles y escopetas antiguas, sables y machetes.

Andrés estuvo atendiendo a la mujer hasta que ésta abrió los ojos y pareció darse cuenta de lo que le pasaba.

—Llamadle al juez —dijo Andrés a los vecinos.

El juez vino en seguida.

—Esto se complica —murmuró—; luego preguntó a Andrés: ¿Qué? ¿Entiende algo?

—Sí, parece que sí.

Efectivamente, la expresión de la mujer era de inteligencia.

—¿Se ha tirado usted, o la han tirado a usted desde la ventana? —preguntó el juez.

—¡Eh! —dijo ella.

—¿Quién la ha tirado?

—¡Eh!

—¿Quién la ha tirado?

—Garro... Garro... —murmuró la vieja haciendo un esfuerzo.

El juez y el actuario y los guardias quedaron sorprendidos.

—Quiere decir Garrota —dijo uno.

—Sí, es una acusación contra él —dijo el juez—. ¿No le parece a usted, doctor?

—Parece que sí.

—¿Por qué le ha tirado a usted?

—Garro... Garro... —volvió a decir la vieja.

—No quiere decir más sino que es su marido —afirmó un guardia.

—No, no es eso —repuso Andrés—. La lesión la tiene en el lado izquierdo.

—¿Y eso qué importa? —preguntó el guardia.

—Cállese usted —dijo el juez—. ¿Qué supone usted, doctor?

—Supongo que esta mujer se encuentra en un estado de afasia. La lesión la tiene en el lado izquierdo del cerebro; probablemente la tercera circunvolución frontal, que se considera como un centro del lenguaje, estará lesionada. Esta mujer parece que entiende, pero no puede articular más que esa palabra. A ver, pregúntele usted otra cosa.

—¿Está usted mejor? —dijo el juez.

—¡Eh!

—¿Si está usted ya mejor?

—Garro... Garro... —contestó ella.

—Sí; dice a todo lo mismo —afirmó el juez.

—Es un caso de afasia o de sordera verbal —añadió Andrés.

—Sin embargo..., hay muchas sospechas contra el marido —replicó el actuario.

Habían llamado al cura para sacramentar a la moribunda.

Le dejaron solo y Andrés subió con el juez. La prendería del tío Garrota tenía una escalera de caracol para el primer piso.

Éste constaba de un vestíbulo, la cocina, dos alcobas y el cuarto desde donde se había tirado la vieja. En medio de este cuarto había un brasero, una badila sucia y una serie de manchas de sangre que seguían hasta la ventana.

—La cosa tiene el aspecto de un crimen —dijo el Juez.

—¿Cree usted? —preguntó Andrés.

—No, no creo nada; hay que confesar que los indicios se presentan como en una novela policíaca para despistar a la opinión. Esta mujer que se le pregunta quién la ha tirado, y dice el nombre de su marido; esta badila llena de sangre; las manchas que llegan hasta la ventana, todo hace sospechar lo que ya han comenzado a decir los vecinos.

—¿Qué dicen?

—Le acusan al tío Garrota, al marido de esta mujer. Suponen que el tío Garrota y su mujer riñeron; que él le dio con la badila en la cabeza; que ella huyó a la ventana a pedir socorro, y que entonces él, agarrándola de la cintura, la arrojó a la calle.

—Puede ser.

—Y puede no ser.

Abonaba esta versión la mala fama del tío Garrota y su complicidad manifiesta en las muertes de dos jugadores, el Cañamero y el Pollo, ocurridas hacía unos diez años cerca de Daimiel.

—Voy a guardar esta badila —dijo el juez.

—Por si acaso no debían tocarla —repuso Andrés—; las huellas pueden servirnos de mucho.

El juez metió la badila en un armario, lo cerró y llamó al actuario para que lo lacrase. Se cerró también el cuarto y se guardó la llave.

Al bajar a la prendería Hurtado y el juez, la mujer del tío Garrota había muerto.

El juez mandó que trajeran a su presencia al marido. Los guardias le habían atado las manos.

El tío Garrota era un hombre ya viejo, corpulento, de mal aspecto, tuerto, de cara torva, llena de manchas negras, producidas por una perdigonada que le habían soltado hacía años en la cara.

En el interrogatorio se puso en claro que el tío Garrota era borracho, y hablaba de matar a uno o de matar a otro con frecuencia.

El tío Garrota no negó que daba malos tratos a su mujer; pero sí que la hubiese matado. Siempre concluía diciendo:

—Señor juez, yo no he matado a mi mujer. He dicho, es verdad, muchas veces que la iba a matar; pero no la he matado.

El juez, después del interrogatorio, envió al tío Garrota incomunicado a la cárcel.

—¿Qué le parece a usted? —le preguntó el Juez a Hurtado.

—Para mí es una cosa clara; este hombre es inocente.

El juez, por la tarde fue a ver al tío Garrota a la cárcel, y dijo que empezaba a creer que el prendero no había matado a su mujer.

La opinión popular quería suponer que Garrota era un criminal. Por la noche el doctor Sánchez aseguró en el casino que era indudable que el tío Garrota había tirado por la ventana a su mujer, y que el juez y Hurtado tendían a salvarle, Dios sabe por qué; pero que en la autopsia aparecería la verdad.

Al saberlo Andrés fue a ver al juez y le pidió nombrara a don Tomás Solana, el otro médico, como árbitro para presenciar la autopsia, por si acaso había divergencia entre el dictamen de Sánchez y el suyo.

La autopsia se verificó al día siguiente por la tarde; se hizo una fotografía de las heridas de la cabeza producidas por la badila y se señalaron unos cardenales que tenía la mujer en el cuello.

Luego se procedió a abrir las tres cavidades y se encontró la fractura craneana, que cogía parte del frontal y del parietal y que había ocasionado la muerte. En los pulmones y en el cerebro aparecieron manchas de sangre, pequeñas y redondas.

En la exposición de los datos de la autopsia estaban conformes los tres médicos; en su opinión, acerca de las causas de la muerte, divergían.

Sánchez daba la versión popular. Según él, la interfecta, al sentirse herida en la cabeza por los golpes de la badila, corrió a la ventana a pedir socorro; allí una mano poderosa la sujetó por el cuello, produciéndole una contusión y un principio de asfixia que se evidenciaba en las manchas petequiales de los pulmones y del cerebro, y después, lanzada a la calle, había sufrido la conmoción cerebral y la fractura de cráneo, que le produjo la muerte. La misma mujer, en la agonía, había repetido el nombre del marido indicando quién era su matador.

Hurtado decía primeramente que las heridas de la cabeza eran tan superficiales que no estaban hechas por un brazo fuerte, sino por una mano débil y convulsa; que los cardenales del cuello procedían de contusiones anteriores al día de la muerte, y que respecto a las manchas de sangre en los pulmones y en el cerebro no eran producidas por un principio de asfixia, sino por el alcoholismo inveterado de la interfecta. Con estos datos, Hurtado aseguraba que la mujer, en un estado alcohólico, evidenciado por el aguardiente encontrado en su estómago, y presa de manía suicida, había comenzado a herirse ella misma con la badila en la cabeza, lo que explicaba la superficialidad de las heridas, que apenas interesaban el cuero cabelludo, y después, en vista del resultado negativo para producirse la muerte, había abierto la ventana y se había tirado de cabeza a la calle. Respecto a las palabras pronunciadas por ella, estaba claramente demostrado que al decirlas se encontraba en un estado afásico.

Don Tomás, el médico aristócrata, en su informe hacía equilibrios, y en conjunto no decía nada.

Sánchez estaba en la actitud popular; todo el mundo creía culpable al tío Garrota, y algunos llegaban a decir que, aunque no lo fuera, había que castigarlo, porque era un desalmado capaz de cualquier fechoría.

El asunto apasionó al pueblo; se hicieron una porción de pruebas; se estudiaron las huellas frescas de sangre de la badila, y se vio no coincidían con los dedos del prendero; se hizo que un empleado de la cárcel, amigo suyo, le emborrachara y le sonsacara. El tío Garrota confesó su participación en las muertes del Pollo y del Cañamero; pero afirmó repetidas veces entre furiosos juramentos que no y que no. No tenía nada que ver en la muerte de su mujer, y aunque le condenaran por decir que no y le salvaran por decir que sí, diría que no, porque esa era la verdad.

El juez, después de repetidos interrogatorios, comprendió la inocencia del prendero y lo dejó en libertad.

El pueblo se consideró defraudado. Por indicios, por instinto, la gente adquirió la convicción de que el tío Garrota, aunque capaz de matar a su mujer, no la había matado; pero no quiso reconocer la probidad de Andrés y del juez. El periódico de la capital que defendía a los Mochuelos escribió un artículo con el título "¿Crimen o suicidio?”, en el que suponía que la mujer del tío Garrota se había suicidado; en cambio, otro periódico de la capital, defensor de los Ratones, aseguró que se trataba de un crimen y que las influencias políticas habían salvado al prendero.

—Habrá que ver lo que habrán cobrado el médico y el juez —decía la gente.

A Sánchez, en cambio, lo elogiaban todos.

—Ese hombre iba con lealtad.

—Pero no era cierto lo que decía —replicaba alguno.

—Sí; pero él iba con honradez.

Y no había manera de convencer a la mayoría de otra cosa.

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