¿Que tienen en común Krugman, Twain, Rajan, Levi-Montalcini y la imperfección?


Hoy en el periódico El País (30/07/11) encontré tres columnas en una sección, que en principio hablan de temas distintos, pero si analizamos las lecturas, encontraremos un punto en común, hablemos de economía... 



Quizás alguno de mis (improbables) lectores pudo leer La Depresión Menor, un artículo de Paul Krugman publicado hace unos días en este mismo periódico. Permítanme que les transcriba una frase que resume bastante bien su tono: "Si alguna de las actuales negociaciones sobre la deuda fracasa, podríamos estar a punto de revivir 1931, el hundimiento bancario mundial que hizo grande la Gran Depresión. Pero si las negociaciones tienen éxito, estaremos listos para repetir el gran error de 1937: la vuelta prematura a la contracción fiscal que dio al traste con la recuperación económica y garantizó que la depresión se prolongase hasta la II Guerra Mundial". O sea, que estamos entre la espada y la pared. El pesimismo se ha convertido en un motivo literario transversal. Hacía mucho tiempo (quizás desde finales de los noventa, en vísperas milenaristas) que no se publicaban tantos libros apocalípticos como ahora. Ya sé que desde comienzos de la escritura la humanidad se ha mostrado obsesionada con su fin, pero no recuerdo (al menos desde que vivo en este planeta) una época en que la literatura y el periodismo apocalípticos hayan gozado de tanta aceptación. Surgen por doquier malhumorados profetas cargados con su zurrón de teorías que anuncian metafóricamente que los siete ángeles con las siete plagas (Apocalipsis, 15, 1-2) están a la vuelta de la esquina, mientras a decir de algunos analistas muy bien considerados (Garton Ash, por ejemplo) los políticos "parecen borrachos bailando al borde del abismo de la bancarrota". Al tiempo que en Europa y Estados Unidos se palpa el declive del sistema, y en Somalia la gente se muere de hambre (una vez más), el precio del oro -el único valor seguro del capitalismo cuando se pone nervioso- coquetea con el tope de los 1.600 dólares la onza (antes de la crisis subprime se podía comprar a 500). Por eso en las calles de nuestras ciudades proliferan como champiñones de granja hombres-anuncio rescatados por un rato de la cola del paro que dicen comprar oro y pagarlo bien ("es el mejor momento para vender sus viejas joyas que no usa"). Los editores han encontrado un buen filón en este Zeitgeist ceniciento con el que se inauguró el milenio tras el 11-S y que convierte en un sentimiento arqueológico aquel optimismo de clase media-alta que exhibía hace veinte años Francis Fukuyama en El fin de la historia y el último hombre (Planeta, 1992), aquel escandaloso best seller (hoy casi olvidado) que, al socaire del hundimiento del bloque soviético, preconizaba la democracia liberal como la mejor forma imaginable (y, por tanto, última) de organización social. A este paso van a tener razón quienes creen que este pobre planeta llegará a su fin, de acuerdo con el ominoso cálculo del calendario maya, precisamente el 21 de diciembre de 2012. En la novela (bastante mala, todo hay que decirlo) 2012, de Brian D'Amato, publicada por Viamagna hace un par de años (y pronto en Debolsillo), su protagonista, Jed DeLanda, un genio matemático con antepasados mayas y que exhibe como máximo mérito el de ser un experto en el juego del Go, encuentra el modo de detener el Armagedón que viene. Pero nosotros, en la vida real, ¿en quién confiaremos? ¿Tal vez en los virreyes Merkel y Sarko? Para distraerme de tanto muermo escucho en mi viejo iPod Rehab, de Amy Winehouse, que encontró un modo radical de poner fin al suyo.


Si la guerra es la manera que tiene Dios de enseñarles un poco de geografía a los estadounidenses -eso decía Mark Twain-, la Gran Recesión debería conseguir que todos aprendamos de una vez algo de economía. Hay dos maneras posibles de acometer ese doloroso aprendizaje a través de los libros: ir de la anécdota a la categoría (El banco, de Marc Roche) o directamente al plano general sin perderse demasiado en los detalles (Grietas del sistema, de Raghuram Rajan). Ninguno de estos dos es el libro sobre la crisis; probablemente habrá que esperar a que algún novelista digiera el batacazo para leer una explicación universal, redonda, algo parecido a lo que hizo John Steinbeck en Las uvas de la ira. Pero ambos tienen suficiente calado como para ayudar a entender un poco más ese mar de los sargazos en el que se han convertido la economía y muy especialmente el sistema financiero. De esta crisis han salido tres tipos de libros: el reportaje del periodista inquieto, el análisis del economista que durante años trabajó en organismos internacionales, y el del arrepentido, las memorias de algunos de los protagonistas avergonzados por la debacle. El banco pertenece al primer grupo y funciona como una suerte de silla eléctrica. Identifica al culpable de los males, el sector financiero, y dentro de la banca a la entidad que maneja los hilos, el todopoderoso Goldman Sachs, y los somete a juicio sumarísimo. Se dedica a desmenuzar su increíble poder en EE UU y su creciente influencia en Europa, donde protagonizó el camuflaje de la deuda griega y acumula primeros espadas entre sus ejecutivos: desde el próximo presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, a los influyentes Mario Monti (excomisario europeo) y Romano Prodi (expresidente de la Comisión Europea y exprimer ministro italiano). Todo ello lo hace Roche con un lenguaje sencillo, con un ritmo trepidante y sobre todo con información de primera mano acumulada a lo largo de una carrera como periodista financiero. Y con un punto de intención -que algunos llamarán demagogia- que restalla con violencia sobre el lomo de un banco hasta hace poco intocable. El de Rajan pertenece al de los ex. Rajan fue economista jefe en el FMI y se convirtió en uno de los profetas que alertaron de los riesgos que asumían la banca y los Gobiernos. Su tesis es que los excesos del sistema financiero fueron auspiciados por un sector público que no solo creyó con los ojos vendados en la magia del mercado, sino que le puso una alfombra roja, con instituciones de crédito público cuyo único propósito era reducir las crecientes desigualdades a base de préstamos fáciles y baratos. Entre todos ayudaron a hinchar la madre de todas las burbujas inmobiliarias. El problema del libro de Rajan -uno de los economistas más influyentes del mundo- es que pone al mismo nivel los excesos de la banca y los errores del Gobierno, algo que casi suena a broma a la vista de lo sucedido. Y sin embargo, en el modo de ensañarse con unos y otros, el propio Rajan da alguna clave. "El sector público de Estados Unidos apesta", escribe. ¿Y la banca? "Banqueros en apariencia inteligentes" levantaron un sector financiero "sofisticado, competitivo y amoral". Rajan, que no es precisamente un tardocomunista, apunta que el sector financiero "es innovador hasta en su forma de buscarse problemas". "Los bancos son el monstruo. Los hombres los crearon, pero no los pueden controlar", escribió Steinbeck hace 70 años. En esas estamos.

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Al igual que hay inicios de obras que se enquistan en la memoria colectiva e histórica ("Érase una vez", "En un lugar de La Mancha"), existen títulos que nos enamoran y que nos hacen desear leer el texto que encabezan. Para mí, uno de éstos es Elogio de la imperfección. No es porque yo mismo sea imperfecto y desee, tal vez, justificarme, sino porque creo que la imperfección constituye un motor indispensable para aspirar si no a la perfección sí a mejorar continuamente. La neurobióloga italiana Rita Levi-Montalcini explica con claridad las ventajas de la imperfección, a la que rinde tributo a través de su autobiografía. Una imperfección que según ella también es conveniente desde el punto de vista evolutivo: "El progresivo aumento del cerebro y el espectacular desarrollo de las capacidades intelectuales de nuestra especie son producto de una evolución inarmónica que ha originado infinidad de complejos psíquicos y de comportamientos aberrantes. No es el caso de compañeros de viaje nuestros como los primates antropomorfos o los insectos, infinitamente más numerosos, que nos precedieron cientos de millones de años y probablemente nos sobrevivirán: los que hoy pueblan la superficie del planeta no son sustancialmente distintos de sus antepasados de hace seiscientos millones de años. Desde la aparición del primer ejemplar, su minúsculo cerebro se reveló tan apto para adaptarse al ambiente y enfrentarse a los predadores que pudo quedar fuera de juego caprichoso de las mutaciones: su fijeza evolutiva se debe a la perfección del modelo primordial". "Fijeza evolutiva" como incapacidad de cambiar y de hacer cambiar -para bien o, cierto es, para mal- el mundo.

Probablemente sean los científicos los más conscientes del valor de la imperfección, porque ¿qué es la ciencia sino mejorar continuamente explicaciones imperfectas de la naturaleza? En el pasado no faltaron científicos que pensaron que ya se había logrado la perfección. "Una inteligencia que en un momento determinado conociera todas las fuerzas que animan a la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen", escribió Laplace en su Ensayo filosófico de las probabilidades (1814) pensando en el poder -para él absoluto- de la física newtoniana, "si además fuera lo suficientemente amplia como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos". Y ochenta años más tarde (1894), el físico estadounidense Albert Abraham Michelson, premio Nobel de Física en 1907, sostenía que parecía "probable que la mayoría de los grandes principios básicos hayan sido ya firmemente establecidos y que haya que buscar los futuros avances sobre todo aplicando de manera rigurosa estos principios. Las futuras verdades de la Ciencia Física se deberán buscar en la sexta cifra de los decimales". Justo el año siguiente, sin embargo, Röntgen descubría los rayos X, a los que siguió (1896) la radiactividad, una de las puntas de una lanza tan afilada que terminó destruyendo el firme y seguro mundo newtoniano, abriendo las puertas a la física cuántica. Un mundo newtoniano que también se vio castigado con las dos teorías (especial y general) de la relatividad que Albert Einstein produjo en 1905 y 1915.

No existe, por consiguiente, perfección ni en los humanos (esto lo sabemos muy bien) ni en uno de sus productos más logrados, la ciencia; únicamente ansias de perfección y mejoras temporales. El Elogio de la imperfección de Rita Levi-Montalcini, publicado en español por primera vez en 1999 por Ediciones B y que ahora recupera, con una nueva traducción, Tusquets, constituye una magnífica metáfora de todo esto. Narra la historia de una mujer de origen judío que quiso dedicarse a la ciencia en una época y en un país (la Italia de Mussolini) que no veía con demasiada simpatía -sí con extrañeza (tuvo, por ejemplo, que vencer la oposición de su padre)- a las mujeres que deseaban ser científicas, y mucho menos a los judíos. Siguiendo caminos complejos -complejidad que no surgía únicamente del mundo sociopolítico que le tocó vivir sino también de la propia ciencia, con sus avenidas de difícil acceso, cuando no engañosas-, esa mujer llegó a aliviar la imperfección de uno de los universos científicos más complejos que se conocen, el del estudio del cerebro, identificando un "factor de crecimiento" de las células nerviosas, hallazgo por el que recibió en 1986 el Premio Nobel de Medicina.

Una de las consecuencias de la importancia social que ha adquirido la ciencia a lo largo de, especialmente, el último siglo es que cada vez sean más frecuentes las autobiografías de científicos. Pocas de éstas, no obstante, pueden competir con la de Levi-Montalcini en ese atributo tan precioso que es humanidad. Una humanidad que transpira por todas y cada una de las páginas de este Elogio de la imperfección. Una humanidad que se ha mostrado de muy diversas maneras durante la larga vida de su autora (ha cumplido 102 años). Una es a través de una fundación que preside y que creó en 1994, dedicada a -como ella misma escribe con orgullo en un sencillo libro Las pioneras (subtitulado 'Las mujeres que cambiaron la sociedad y la ciencia desde la Antigüedad hasta nuestros días'), cuya versión al español también ve ahora la luz- "prestar ayuda para la alfabetización y la educación de las mujeres jóvenes de los países africanos, a las que concede becas para realizar estudios a todos los niveles". Sin duda pretende así que la imperfección que se manifiesta en el desequilibrio que todavía existe entre la presencia de hombres y mujeres en la ciencia desaparezca, un fin éste aún más precioso que descubrir el, por otra parte extremadamente valioso, factor de crecimiento nervioso.

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